Mi querida Señora,
Hoy, en esta noche, el 3er cuaderno que te nombra se
estrena con una epístola. Tus ojos son como el canto de las
sirenas: me hacen perder la cordura. Al verte siento un alivio de mi asfixia, como si los vientos tormesinos me
llevaran hasta el Edén. La nublada ciudad salmantina está
por ingresar en otra de sus pacíficas medianoches. Pero no quiero dejar pasar
este día – 12 de febrero – sin antes contarte que hoy, en el último sueño de
esta mañana, los Dioses han tenido la gentileza de traerte otra vez a mis
sueños.
Había sido mucho más largo de lo
que ahora recuerdo. Desperté maravillado, con una energía feliz. Soñaba que fui
a mandar una carta y tú, mi Señora, trabajabas allí. Te miraba de lejos…
Día siguiente
Esta tarde aventuré a mis
pensamientos para que crearan un poema que, si a ti llegase, leyeras algún día.
Sin embargo, antes de poder acabar el primer verso, desistí de esa romántica
empresa: me di cuenta de que nada de lo que pudiera escribirte ejemplifica
cabalmente la intensidad de la fascinación que este servidor puede llegar a
experimentar cada día que te miro a los ojos.